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CUANDO LLUEVE EN EL INFIERNO

Un cuerpo policial responde a un llamado. En una casona suburbana hay un cuerpo muerto y su presunto femicida. El hallazgo de un viejo periódico por parte del comisario recupera un testimonio carcelario de un asesino.


Escribe: Silvio Randazzo

Arte: Ramiro Alonso

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Los oficiales no tuvieron necesidad de estallar los vidrios o reventar la puerta, que estaba entornada. Nada de “¡alto, policía!”.

Lo encontraron sentado en su cama, con los pies descalzos en el piso, apoyados muy cerca de una tanga. La mirada imantada por ese encaje, como a la espera de un ardid; todo de él sin reacción alguna al despliegue policial que empezaba a copar las dependencias de su casona. 

Mantenía las manos entrecruzadas y los antebrazos apoyados sobre sus muslos. En la boca se le extinguía un cigarro y en el cenicero, sobre la mesa de luz, había otros dos encendidos. 

Sin dejar de apuntarle, el comisario le preguntó qué había pasado, quién había llamado a la comisaría y si estaba solo. 

–Está en el baño, en la tina; llamé yo –respondió sin siquiera mover el cigarrillo. 

–¿Quién está en el baño? ¿Qué mierda hiciste? –ladró el policía.

Repentinamente, el tipo zambulló la cabeza entre sus manos, comenzó a llorar con la angustia de lo injusto y por primera vez levantó la vista hacia el milico. La ceniza se mezclaba con la saliva y las lágrimas; era el magma del volcán del horror, la erupción agónica de quien comprueba que ha perdido toda inocencia.

–¡La culpa la tiene la entrevista! –gritó (o rogó), mientras que con el puño izquierdo golpeaba un viejo diario que estaba sobre la cama.

El comisario ordenó que trabajen la escena, tomó el diario y buscó privacidad en el patio.     


La entrevista había sido publicada en el diario El Gran Heraldo, el domingo 22 de septiembre de 1985. Llevaba la firma de Fabián J. Setos y carecía de créditos fotográficos. Se titulaba “La confesión de un asesino” y abarcaba las páginas 3, 4, 5 y 6 de aquella edición dominical. El texto era acompañado por cinco fotografías. 

Quizá para valerse del espacio y no tener que recortar el testimonio, el cuerpo de nota reproducía únicamente el correlato de preguntas y respuestas (“textuales”, se resaltaba en la bajada). Allí también se enfatizaba que “entre paréntesis la mayoría de las veces, el lector podrá distinguir las acotaciones de Setos, transcripciones –verdaderas y valientes– de sensaciones y entretelones generados durante la entrevista exclusiva, en pos de compartir con usted el impacto que tamaña empresa periodística le ha significado”. 


–Entrevistador: ¿Ha conseguido soñar aquí adentro?

–Nikolas: Sí, por supuesto. Mi mente se mantiene virgen de sus requisas. Si pude evitarlo en la escuela, aquí me será fácil, supongo.

 

–¿Tiene algún sueño de celda que aún recuerde?

–Soñé que podía comunicarme con una hiena. Sin miedos, con algo de desconfianza pero de manera inevitable. Me confesaba que si pudiera pedir un deseo, uno sólo, clamaría por apagar esa pulsión que la domina en el segundo previo a matar. “Una culpa a la que impongo la naturaleza de mi instinto”, me hizo entender. Pobre animal: tener que actuar para no contradecir la propia leyenda. 


(Consideré ufano la consulta sobre la textualidad de los dichos de la hiena).


–¿Ha llorado mucho en esta celda?

–Es menos riesgoso andar desnudo que llorar, señor. Porque en esta tumba, la vida se rifa cuando quedás a merced de la libido de un corazón al que sólo han alimentado con dolor ajeno. Una terapia desalmada que debiera humillar a quienes, allí afuera, hablan de democracia. 

¿Me da fuego? Pero sí, he llorado.


–¿Recuerda los motivos de ese llanto?

Repentinamente Nikolas me arrebató el grabador y comenzó a examinarlo, sofrenando un impulso que presumí destructivo. Ahora, mientras desgrabo, escucho un susurro del que in situ no me percaté. “Soy una escena vacía de un esquema vacío”, y las palabras parecieran flotar en aplacadas aguas de una exhalación. 

(Se trató de un sosiego efímero. Otra vez, pareció ser alcanzado por un rayo de una tormenta que pesaba sólo sobre él. Pero ahora, el sacudón lo llevó a pararse, enfrentarme y gritar. VER foto 4).

–¡Vamos! ¿O me va a decir que se metió en esta cloaca para consultarme sobre sueños, gorriones y lágrimas? ¡Cagón! Entretener es orgásmico, señor en-tre-vis-ta-dor. Mi calvario en letras mayúsculas y fotos a cinco columnas anestesia los pensamientos profundos desde la tapa del diario. Van a putearme, van a desearme sufrimiento, dolor y muerte, con poses de moral y saliva de ética. Mientras tanto, sus corderos les colocan el babero a los zorros. ¡Pregunte lo que vino a preguntar, hijo de puta!– y me arrojó el grabador al cuerpo.

(Una vez recompuesta la mínima condición para proseguir con la conversación, Nikolas –ya sin estridencia alguna y sentado sobre el cemento de su cama– me recomendó):

–Vayamos a lo nuestro.


–¿Por qué la mató?

–¡Para cumplir con mi trabajo! ¿Qué pregunta es ésa? 


–¿Seguirá sin confesar el sitio dónde la enterró?

(Baja la cabeza, en seco, como manifestando hartazgo). 

–¿Qué le dicta su libreto, pe-rio-dis-ta? “El pérfido asesino da cuenta de la bella joven en el cuarto, la carga y mientras el vecindario duerme, sin perder un ápice de frialdad, cava un pozo perfecto y la entierra en…”. ¿Le viene bien?


–Me gusta. Quizá lo sume en la firma de entrevista. 

–Debo confesarle que es mejor como periodista que como sarcástico. No evitemos el fato. Pero, escúcheme bien, no diría nada por respeto a la muchacha y la gente que la quiso…que la quiere. 


–¿Me está hablando de respeto a la mujer que asesinó? 

–De eso hablo, efectivamente. El cuerpo es el más vulgar de los suvenires cuando termina la fiesta de la vida. Lo de fiesta no lo emparente con celebración, con alegría. Nada más lejos. 


–¿Le interesa el perdón? De ser así, ¿el perdón de quién?

–“Mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas”. Evangelio de Mateo 6 ¿Lo conoce?


–Hábleme de eso.

(Pita tres veces, sin afectaciones. Su mirada quiere descubrir la ventana tras el humo espeso que exhala. Creo que siente que está solo).

–Creo que se llama así. No busco darme lustre con polución religiosa. No persigo perdón alguno. Perdonamos porque tenemos secretos intereses, indecibles intereses, pero mierda es lo que nos importa el destinatario de nuestro perdón. Damos un perdón para financiar el que vamos a necesitar más adelante, ¿no le parece? 

Por otro lado, señor, no soy yo a quien, de ser necesario, hay que perdonar. Como ya le dije, fui contratado para llevar a cabo un trabajo. No puedo lamentar una vida a la que me vincula un balazo, únicamente. Si yo jugara a eso, a maldecirme por la muerte de esa piba, estaría faltándole el respeto a su memoria, a su don de gente. 


–¿Consideró cambiar de trabajo? ¿Llevar su comprobado “profesionalismo” a otros rubros?

(Larga pausa) 

–¿Le recomendaría a Antonio Carrizo que cambie de profesión? Así, con la misma brutalidad con la que acaba de hablarme. (Se pone de pie, por primera vez lo noto ensoberbecido. El fotógrafo baja la cámara, yo me alejo un poco) Yo era el mejor, tenía demanda constante, me pagaban fortunas y era…cómo explicarle, era un… un embajador de la muerte. 

(Patea la reja e inmediatamente su bravura se disipa. Gira y noto que intenta que lo perciba amable).

Acérquese un poco. ¡Vamos, hombre! Sin temor, venga. No soy un embrollero. Mire, debo confesarle que prejuzgué mal, supuse que venía a cachivachear en busca, únicamente, de palabras amarillas para su nota. Voy a dejar escapar una recomendación: desactive las prerrogativas morales. Sé muy bien que su matutino necesita pintarme como el Caronte de la ciénaga moral. ¡Claro que lo sé! Pero sepa usted que si me va a meter máquina con el moralómetro, su tiempo aquí habrá sido un desperdicio. (Comienza a susurrar mientras pone una mano sobre mi hombro) Yo era el mejor, los cobardes se derretían por contratarme. ¿Sabe una cosa? La cobardía paga carísimo, mucho paga, no escatima.


–Tomando su respuesta anterior, ¿son injustas su condena y su reclusión?

–Ah… Los valores, otra vez ¿Qué es la justicia, señor pe-rio-dis-ta? (Se acaricia el mentón mientras habla). Si fuera posible definirla del mismo modo que somos capaces de definir qué es un lavarropas, resultaría insoslayable instalar más interrogantes: ¿Quién construye la noción de justicia, sus alcances, sus culpables y sus inocentes? ¿Qué o quién reviste la integridad para juzgar a quiénes?

Por otro lado, si tomo prestada la óptica de la Justicia, me refiero a ese minestrón de magistrados, corte, apelaciones, testigos, pruebas, presión mediática, abogados y sentencias, entonces sí avalo mi condena y lo que ella implica. Los ojos del statu quo necesitan del consuelo que brinda ese holograma que llaman el bien. Y el bien se espolvorea con Justicia. 

Creo que deberíamos ir terminando esta charla. Mis achaques ya están hablando por mí.


–¿Me permite una más?

(Apenas si asiente con la cabeza, ya desganado. Creo que es la espalda la que lo mantiene a mal traer, si bien durante los últimos 20 minutos no ha dejado de masajearse el estómago. Me hace señas para que le convide otro cigarro).


–Sin ánimo de provocación, ¿qué falló en su profesionalismo para que hoy usted esté preso? 

–Certero el disparo.

(En ese preciso instante, no bien su boca soltó “disparo”, esos mismos labios ensayaron la única mueca que puedo emparentar con una sonrisa. Una sonrisa de la que no estoy seguro, como si tuviera que dictaminar sobre la Gioconda. Una sonrisa que se fugó de la celda de su espíritu).  


–No pretendí ofuscarlo. 

–La persona que contrató mi trabajo terminó por ceder a los embustes de la moralina y aflojó la lengua en la mazmorra de la culpa. Disculpe que mi lenguaje no sea todo lo lumpen que se supone… ¡ése es otro prejuicio! 


–¡Pero usted tenía con qué rebatir esa acusación!

(Pita larga y frenéticamente el cigarro, luego tira la colilla a los pies del fotógrafo. Se pone de pie y me da la mano, mientras su mirada empieza a encastrarse, otra vez, en la mía, como si no tuviera un lugar mejor). 

–¿Y qué iba a hacer? ¿Mostrarles los recibos? 



Terminó la lectura y enrolló el diario con manos torpes. El comisario constató que seguía estando solo en ese patio fresco. De lejos, acercándose a la escena, hizo una seña fofa a sus subordinados que custodiaban el perímetro de la locación. Intentaba recuperar el foco del presente, pero la entrevista, las fotos (aunque maltratadas por la impresión del diario) lo subyugaban; la mirada, ese cigarro interminable, su decir… ¡su mente! El diario había devenido en ancla. 

Cuando reingresó a la casona, la labor pericial estaba casi terminada, no habían surgido contrariedades y el tipo seguía sentado en la cama. Tenía la miraba amurada a la ventana y fumaba sin intersticios. Daba profundas y sostenidas pitadas y largaba el humo contra el vidrio. El comisario no podía modificar la atención en él, y de la misteriosa coctelera que es la memoria, una frase lo tomó por asalto: “Su mirada quiere descubrir la ventana tras el humo espeso que exhala”. Se sobresaltó y el diario se le cayó al piso. Los efectivos que custodiaban al dueño de casa notaron el estupor. El comisario buscó eludir el brete.

–Soto, ¿dijo algo éste?

–Negativo, comisario. No emitió palabra. 

Con dificultad, los peritos comenzaron a sacar la bolsa negra del baño. Parecía un cuerpo pequeño y no muy pesado. 

–Estén atentos, muchachos. Afuera está concurrido y ya llegaron los fierritos. Van a preguntar –advirtió el comisario. 

Ordenó que esposaran al tipo y buscaran algo para taparle la cabeza hasta llegar al patrullero. Mientras, se sentó a su lado para decirle:

–Hagámosla corta, ¿quiere? Dígame qué hizo y por qué. 

El tipo volvió a pitar profundo y por primera vez atornilló su mirada en los ojos de quien lo interrogaba. 

–Mientras tanto, sus corderos les colocan el babero a los zorros –susurró, ya esposado. 

El comisario saltó de su lado, le resultó imposible disimular. Tomó el diario y, sin esperar nada, ganó el jardín delantero de aquella vieja casona de arrabal en el oeste.

Silvio Randazzo
Silvio Randazzo

Autor literario, editor periodístico, comunicador en gráfica, radio y medios digitales.

Cuentan quienes han atestiguado su cotidianidad que Silvio comenzó a escribir en el siglo XX, pero que recién en el actual decidió traficar sus relatos desde las catacumbas a los libros: Acerca de quienes robaron dolor (2021) y Corazones profesionales (2024). Ambos ilustrados por Andrés Casciani.

Ramiro Alonso
Ramiro Alonso

Soy Ramiro Alonso, aunque en su mayoria me conocen como "sonri". Soy tatuador e ilustrador, estudiante de diseño grafico y aficionado a la cultura geek y a las artes en todas sus expresiones. Invitame un cafecito


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