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LA MANO INVISIBLE

Un encuentro fugaz en la vereda de Retiro expone, entre luces de farmacia y miradas incómodas, la desigualdad más cruda.


Escribe: Agustín Berón

Arte: Tinta Naif

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Estaba de camino a la boca del subte C de la plaza San Martín.  Eran las nueve de la noche y en mitad de la vereda toda ennegrecida bajo las sombras de un puesto de diario, se me para un tipo a pedirme un segundo de mi tiempo. Lo mismo intentó hacer con el pibe que estaba a pocos metros delante mío pero no logró que se detuviera. Conmigo sí. Lo hizo en el momento que dijo “necesito comprar algo en el Farmacity”. 


Confieso que solo cuando escuché nombrar a aquel comercio fue que detuve mi marcha por completo para encararle el torso. Y le dije “¿que tenés que comprar?”. “Un paquetito de toallitas húmedas, las más baratas aunque sea”. El tipo me contó que tenía una beba de ocho meses, atiné en brazos de su madre parando en la plaza o dando vueltas por Retiro , que se había quedado sin pañales y que no tenía con qué limpiarla. “Bueno vamos”, le dije,  y empezamos a caminar rumbo a la farmacia. 


El tipo me pregunta mi nombre y me da el suyo, Mateo se llamaba. Caminaba bien ansioso y hablaba mucho, “¿capaz nos conviene ir mejor al Día de acá atrás?” propuso. Respondiéndole que no hacía falta porque ya estábamos por llegar al Farmacity, se me hacía extraña la repentina camaradería que proponía ese “nos”, y cómo es que de pronto me tomó tal confianza.


Llegamos al Farmacity y Mateo seguía caminando bien ansioso, sus manos apretaban las correas de su mochila y los pies le zambeaban. Pasé la puerta primero que él para saludar al guardia, y lo hice con pura conciencia, elevando un poco mi tono de voz pensando así que atrayendo todas las miradas de las personas que estaban dentro de la farmacia de golpe, estas no nos seguirían durante todo el rato que estuviésemos dentro. No logré tal cosa.


Mateo me adelantó y llegó al estante de las toallitas húmedas. Fingí que no vi los paquetes más chiquitos que Mateo tapaba con el cuerpo para agarrar directamente el que él me señaló con timidez, “este es el que necesito”. Un paquete de 81 toallitas humedas marca Farmacity de color naranja, especial para pieles sensibles, por $6900 pesos. Nos quedamos debatiendo unos segundos sobre porqué no agarrar el otro paquete de color verde claro de la misma marca, pero Mateo reafirmo su elección del paquete naranja al ver que el verde estaba hecho con aceite de palma, y eso, según él, no era apto para piel de bebé. 


Antes de ir a la fila de pago, Mateo vio un cartel blanco encastrado junto al precio de las toallitas, lo dio vuelta y leímos al mismo tiempo, “2x1”. Nos alegramos juntos y agarré un segundo paquete. Un total de 192 toallitas estaban en mis manos de camino a la caja. Caminamos casi con apuro y nos pusimos en la cola detrás de unas tres personas. La espera fue muy larga para tan poca gente y como era evidente muchas miradas fugaces barrían en nuestra dirección. La mirada del guardia, la mirada del cajero número uno, la del cajero número dos, y a ellos se sumaban las miradas de las personas que entraban a comprar y las que estaban esperando para pagar. 


Tanta autoconciencia me hizo pensar en lo desubicado que parecía todo. Pensé en mí por ejemplo, que vestido con un suéter negro de cuello alto y una campera de jean claro arriba, parecía un tipo medio intelectual y pedante. Pensé en él, con unos shorts y remera mangas cortas desgastadas que para nada hacían juego con los 16 grados que había afuera. Pensé en los techos y paredes blancas del Farmacity, en los estantes igual de blancos y las miles de botellitas de colores brillantes y formas suaves. Pensé en toda la cantidad de luces innecesarias que impactaban contra el piso y las paredes y todo se reflejaba y brillaba y nada quedaba a escondidas de ese gran destello de luz blanca y cerámica al que llamamos farmacia. Pensé en cómo, dentro de todo ese fulgor, lo único que pareciera les llamaba la atención a todos los presentes estaba parado justo al lado mío. 


Mateo seguía ansioso por la situación y no paraba de moverse, entonces empezó a hablarme. Después de darme las gracias de antemano por el favor, me hizo una pregunta. “¿Sabés cuánto nos dura un paquete de pañales comunes?”. Lo miré, y lo miré a los ojos por primera vez durante más de cinco segundos desde que estábamos juntos. “Seis días nada más… con esto, podemos aguantar capaz hasta un mes”.

Me contuve de preguntarle si necesitaba algo más del lugar, pero miré a mi alrededor tanteando, pensando “¿qué otra cosa más podría necesitar?”. Sentí que le correspondía tener todo lo que él quisiera, y que era mi responsabilidad en ese momento darle todo lo que él quisiera.


Mientras yo pensaba, incómodo y obtuso en el lugar, Mateo volvió a hablarme, “¿Tenés… pibes, vos?”. La pausa que hizo en la oración creo se debió a que lo volví a mirar a los ojos, y probablemente titubeo porque vio en mí la respuesta. Vio que era imposible que yo tuviera hijos, y que era un asunto que nunca en la vida me iba a preocupar. Vio que en realidad la persona que lo está ayudando a comprar toallitas húmedas para su beba no es más que un pibe de veintilargos años con pinta de veinticortos, con suerte de tener trabajo y que completar el secundario no le causó mucho problema. Que la pinta de pseudo intelectual que llevaba con su suéter negro pedante era solo un disfraz de lo que en algún momento pensó que debía ser, y que los $6900 pesos que estaba por gastar en las toallitas, no era lo que muy estúpidamente ya no estaba pagando por la suscripcion a Disney plus de todos los meses. Pero se aguantó la situación, terminó la oración, y yo le respondí que no. 


Después de ese intercambio, la mirada de Mateo empezó a relampaguearle. Pestañeaba sin cesar, abriendo y cerrando los ojos con mucha violencia, como si con cada click pudiese adelantar el tiempo unos segundos, o escaparse unos instantes dentro de sí mismo. Al ver esto, y para intentar calmarlo un poco, fingí que entendía la situación por la que estaba pasando, y le comenté que yo también estaba por ser tío en unos días, y que los esfuerzos por sustentar la vida de un pibe me parecerían, bajo cualquier techo, inviables. Claro está, que el ejemplo no podría estar más lejos de la realidad de la vida de Mateo, pero en pos de mantenerlo conmigo un tiempo más, le hubiese dicho lo que fuera.


Llegamos por fin al comienzo de la fila. La chica que nos atendió me miró bien fijo, seguido de reojearle la mochila a Mateo por un segundo. “¿Qué tal? Llevamos esto”, le dije. “¿Estos están 2x1, no?”. La chica, después de pasar los paquetes por el lector y revisar algo en la computadora, me dijo, “No, el 2x1 arranca mañana, por eso el cartelito en el estante estaba dado vuelta”. Claro. Por eso el cartelito en el estante estaba dado vuelta… Me lamenté con un gesto de hastío bajando la cabeza, y pensé por un instante en comprar los dos paquetes de igual manera. Pero por desgracia, la cobarde idea de que de alguna forma debía demostrar que yo estaba aún en control de aquella situación, hizo que lo mirara a Mateo para decirle “va a tener que ser uno solo nomás”.


En los días siguientes lo pensé muchísimas veces. ¿Por qué no le insistí a la cajera que me lo pasara igual como 2x1? El botón debería haberlo tenido ya habilitado, o sino, es una cuestión que con solo explicarle la razón por la cual estábamos comprando toallitas húmedas con Mateo, le hubiese hecho habilitar el botón. Y quizás hoy Mateo si estuviese en la calle pidiendo un favor, no sería para comprar toallitas húmedas, sería por otra cosa, sí, pero no por eso, y eso me calmaría por lo menos un rato.


En cualquier caso, ni bien se escuchó el sonido de aprobación en el posnet después de pasar mi tarjeta, Mateo me extiende el puño para chocarlo con mi brazo y decirme “gracias, hermano”. La forma tan sutil en la que festejó por lo bajo, me hizo pensar en que, quizás, hasta ese punto Mateo nunca pensó que yo iba realmente a pagarle las toallitas, que me las rebuscaría de alguna forma para simular un fallo en el pago entregando una tarjeta sin saldo o algo por el estilo. Me dio a entender que, después de todos mis bajos intentos por hacer que Mateo no se aleje, él ya sabía de antemano hasta qué punto teníamos que sostener la escena. Para él, la señal era el ruido de aprobación en el posnet. 


Así es entonces que después de que Mateo metiera el paquete de toallitas dentro de su mochila, salimos a la calle para despedirnos. Caminamos pocos pasos, y ante la inerte actitud de Mateo, que ya estaba en posición de retirada, se me escapan unas palabras de aliento las cuales no recuerdo cuáles eran, y atino a ponerle una mano en la espalda y darle un beso en la mejilla. Mateo, ante el contacto de mi piel contra la suya, se queda tieso, incómodo y, aunque me moleste recordarlo, o quizás la razón principal de porqué recuerdo esto tan bien, es que lo noté enojado. 


Enojado, y por obvias razones, ninguna de las injusticias que se han visto a lo largo de tan solo cinco minutos yendo a comprar a la farmacia se me escapan. Pero aún así, enojo era esa emoción de él, la cual pensé había esquivado lo suficiente desde que estábamos juntos. La esperanza que me interceptó en medio de las veredas y la camaradería que me acompañó al entrar al Farmacity fueron ya mucho pedir. Los caprichos de un 2x1 y la inescapable realidad que de mis ojos le escupía a Mateo en la cara, eran las últimas butacas que faltaban por vaciarse para dejar a un hombre exactamente igual que cuando lo obligaron a subir a escena: solo.


Ese día volvía en el subte pensando inconscientemente en una frase que resuena mucho estos días, “la mano invisible del Estado”. Se me venía a la mente, pero después de buscarla bien resulta que la frase es “la mano invisible del mercado”. Dicha frase le pertenece a Adam Smith, un economista escocés, quien bajo la lógica del libre comercio postula que cada individuo, guiado por sus propios deseos de subsistencia y goce personal, termina por solventar y acompañar esos mismos intereses de sus conciudadanos de alguna forma, como si de un efecto mariposa se tratara.


Sobrepasa la estupidez pensar, que en un mundo tan injusto y azaroso como el nuestro, las necesidades básicas de higiene de una beba de ocho meses recaen en las manos invisibles de un tipo que no supo cómo discutir un mísero descuento. Y piensa que escribiendo esto puede suplantar la única acción que debía haber hecho en ese momento, y por soberbia paternal o complejo de héroe no supo como hacer: pedir ayuda.

Hacer cultura desde abajo cuesta.


La Maza es una revista comunitaria que se sostiene con ganas y convicción…


Conocé a sus autores.

Agustín Berón
Agustín Berón

Estudiante de universidad pública e hijo de la periferia, actualmente intentando descifrar cuáles partes de mí me sobran y cuales le sirven al mundo.

Tinta Naif
Tinta Naif

Escribo y dibujo hormigas. Un día estaba aburrido e inventé una revista amarilla. Ahora trabajo para un jefe editorial que no me paga pero que ama lo que hago, y a veces me apoya de manera pasiva agresiva. Mis amigos me dicen Tatín.


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