LA SALAMANCA
- Noralí

- 22 feb
- 7 Min. de lectura
Actualizado: 16 mar
En la estancia, donde el trabajo y el castigo son el pan de cada día, Tenorio Luna guarda un secreto. ¿Que hay más allá del alambrado?
Escribe: Noralí
Arte: Giuliana Ledesma

"Y el diablo que los engañaba
fue lanzado en el lago de fuego y azufre,
donde estaban la bestia y el falso profeta;
y serán atormentados día y noche
para siempre jamás."
APOCALIPSIS 20:10
El atardecer se despedía del campo y traía la oscuridad, esa que Tenorio Luna tanto disfrutaba.
Había llegado una noche a la estancia siendo un niño todavía, el patrón le preparó una pieza cerca de los corrales y allí quedó para siempre, presa de su destino y el de tantos otros. Dos platos de comida por día a cambio de interminables horas de trabajo, parecía un trato justo. Rápidamente aprendió lo que el patrón quiso que aprendiera y, así, se fue convirtiendo en el mejor peón que la estancia parió.
Las órdenes que recibía las cumplía a la perfección. Atrás quedó el tiempo de los azotes por trabajos mal realizados.
El mundo de Luna se redujo a los animales, corrales, hacha, pico y pala. Con el fin de la adolescencia llegó el cansancio y las ganas de cruzar el alambrado. No había rumbo definido, nunca lo hubo. Una noche fría de junio se atrevió a dar el paso. Él decía que conocía el campo como cada cicatriz de su cuerpo, sin embargo no advirtió que el cuerpo suele esconder cicatrices que se abren como huellas y derivan en viejos dolores. Así fue que la inmensidad del monte y la oscuridad de la noche lo tragaron lentamente. Al día siguiente la peonada se preguntaba por el paradero de Tenorio, al patrón sólo le importó el destino de las tareas que quedarían inconclusas. Después de todo, Luna había llegado con la noche y con la noche se había marchado. No había nada más que agregar. Al amanecer del tercer día, un domingo, uno de los obreros divisó la figura de un hombre que se acercaba a la estancia por una huella desdibujada. Gritó fuerte para que los otros peones miraran y, para asombro de todos, Tenorio levantó la mano izquierda con alegría, en un gesto de grato reencuentro. El patrón, sin palabras mediantes, preparó un castigo que sirviera de escarmiento al muchacho y al resto. No podía correr el riesgo de otro desertor.
Sin embargo, a Luna pareció no importarle el dolor físico ni los trabajos cada vez más pesados que se le imponían. Por el contrario, volvió a ser el obrero más rápido y eficaz de la estancia. Ya no había cansancio en su cuerpo, ya no existía el frío en sus huesos ni vacío en su alma.
Sus compañeros lo miraban cada vez más extrañados. No lo reconocían. De pronto era un muchacho alegre, conversador, lleno de esperanzas y agradecido con la vida. Era como si hubiese cambiado para siempre desde su desaparición. Aunque era inexplicable, algo dentro de él se había reconstruido y había ramificado en esperanzas fundadas en la nada misma. De todo esto, una cosa destacaba… Tenorio Luna no abandonó sus escapadas nocturnas al campo. Si bien, en todo regreso los azotes del patrón le desprendían la carne de la espalda, él mantuvo sus huidas en cada luna llena. Y, como cosa de mandinga, el muchacho volvía cada vez más renovado, vital, feliz. Sus compañeros nada entendían y al patrón, látigo en mano, no le interesaba entender.
Fue un día en que la peonada terminó temprano sus labores, el patrón les dio un largo recreo ya que había recibido la visita del sacerdote del pueblo y tenía que demostrar ante la autoridad divina que era buen candidato para el gremio celestial.
Exhausto, abajo de la higuera, Juan Yanca posó su mirada sobre Luna, que se veía feliz, tomando vino de la bota. Luego, hizo un gesto con la cabeza a su compañero para que él también observara a Tenorio. Parecía que el reloj biológico del muchacho marchara hacia atrás y, día tras día, rejuvenecía sin ninguna razón y contra todo pronóstico. Juan no aguantó la curiosidad y abrió la puerta de una charla que quedó inmortalizada abajo de esa higuera.
– Cuéntenos el secreto, Luna.
- ¿Qué secreto, Juan?
- Si mal no recuerdo, no hace tanto tiempo, usted estaba cansado de esta puerca vida que nos da el patrón. Quería acabar con los días en la estancia y salir al mundo.
- Es verdad, pero el mundo también está acá. Este es el mundo. Aceptar nuestro destino puede ser la respuesta.
- Pero eso, Tenorio, usted ya lo había aceptado. Podría decirse que desde que nació, y de eso renegaba día a día. Sin embargo, algo cambió dentro suyo desde su huida frustrada. ¿Por qué volvió? O no, la pregunta es ¿qué le pasó?
- Volví porque encontré la huella que me trajo de regreso. No fue frustrada la huida, descubrí que el campo también suele dar un remanso, un escondite, un lugar para ser.
- Cada vez entiendo menos. No sé lo que será pero veo que ha quedado prendado y no puede dejar de escaparse. Aun cuando su carne queda en el azote del patrón.
- Así es. Esta es mi vida Yanca, no sé de otra y tampoco me interesa conocer otra. Por eso volví. He aceptado mi destino. También he encontrado un motivo para seguir acá.
- ¿Así nomás? ¿Cuál? ¿No será que ha hecho un pacto aquí mismo?- Juan Yanca señaló la copa de la higuera que los mantenía a la sombra.
El atardecer, con sus tonos rojizos, asomó. Entonces Tenorio Luna habló.
- Mañana habrá luna llena y me voy a escapar, como usted ya lo supone. Si quiere puede venir conmigo y le muestro que los peones también podemos divertirnos un rato, lejos de tanto alambrado.
- ¿Adónde? El pueblo queda lejos.
- Campo adentro.
- Esas cosas no terminan bien, Luna. Cuídese, mire que muchos no han vuelto. Además, no se olvide que anda el cura rondando la estancia, no es bueno que nos escuche hablar de estas cosas. Ya sabe lo que dice el patrón de las tentaciones, perder el sendero y terminar en el infierno.-
Juan hizo silencio y después continuó:
- Había sido cierto lo del pacto.
- Nada de eso, Juan. Lo que temo es que el infierno sea parecido a esto. Tantas horas de laburo por tan poca comida.
Los peones rieron y contemplaron los últimos destellos del ocaso. Después de unos minutos Juan retomó la charla.
- Mañana iré con usted, Luna. Cuando asome la luna lo estaré esperando en la tranquera, por la huella vieja.
- Mañana lo encontraré allí entonces.
Los hombres se saludaron y rumbearon hacia sus ranchos.
Cumplieron lo pactado y esa misma noche partieron campo adentro. Juan, temeroso; Tenorio entusiasmado.
Francisco López había presenciado la conversación de los dos peones, por eso cuando los vio retornar al amanecer del día siguiente, esperó que el patrón los disciplinara y luego se acercó a hablar con Juan Yanca.
- No le teme al infierno. No sé si eso es de loco o de valiente. ¿Cómo es? ¿Lo vio?
- Si, lo vi. No es tan alto como dicen los viejos. Hablamos bastante.
- Usted está mal de la cabeza.
- Seguramente, pero vale la pena. No importa el castigo cuando el placer es tan grande. ¿Sabe? Uno logra llegar a ese festín majestuoso, sea cual sea el camino que se elija. Digo, lo necesitamos. Todos.
- ¿Qué dice, Yanca? No es de buen cristiano hablar de eso y, mucho menos, hacerlo. No se condene.
- Ya estamos condenados, López. Puedo decir que desde anoche no tendré más alegrías que las que me dé el socavón, no habrá más diversión que esa para un peón como yo, como usted. ¿Qué nos queda? Nos parieron para laburar de sol a sol, no somos dueños de la tierra que trabajamos, hemos aceptado este destino y no hay otro. Vivimos de prestado en este lugar. Al menos, que de a ratos valga la pena esta perra vida.
Francisco no podía reconocer a su compañero en esa conversación, no era él. Así como Tenorio Luna, él también había cambiado para siempre. Pero la curiosidad es traicionera y López preguntó.
- ¿Qué vio? ¿Cómo es?
Juan Yanca quedó mudo, mientras se limpiaba con un trapo sucio la sangre que bajaba de su espalda. Después dijo:
- No es lo que vi, es lo que sentí. Le puedo decir que a uno se le olvidan todos los males en el socavón. Se llega fácil porque uno no encuentra la salamanca, la salamanca lo encuentra a uno. El olor a azufre comienza a doler en la nariz, las brujas mayores pasan cabalgando sus escobas y guían a los caminantes. De pronto, luces, música, ruidos de otro mundo. La comida y el vino abundan. Mandinga puntea la guitarra con sones armoniosos que atrapan hasta al más creyente y las diablas danzan desnudas alrededor del fuego. Las lechuzas desgarran sus gargantas con alaridos agudos. Es tanto el placer que el cuerpo cae rendido hasta que despunta el amanecer.
- ¿Y ahí cómo es, cuando termina? El después.
- Muy parecido a esto, al día a día. Ya no hay alegría ni música ni comida ni sueños.
Francisco López escuchó atentamente y se fue con la pala al hombro, meneando la cabeza, lamentando la condena eterna de su compañero.
Pasó algún tiempo, cuando un domingo el patrón se levantó con las primeras luces del alba. Afuera, los animales sueltos, destrozaban el patio de la hacienda, pisaban las huertas y muchos huían dispersos por el inmenso campo, más allá del alambrado. Rápidamente llamó a sus obreros para que resolvieran ese desorden. Fue grande la sorpresa, cuando no encontró ni la sombra de los mismos. Como pudo, el patrón encerró los animales que todavía no escapaban, cerró la puerta de las huertas y, entre insultos y furia incontrolable, preparó el caballo para adentrarse en el campo a buscar los bichos en fuga.
Antes de montar, miró el cielo y notó los rastros que había dejado la luna llena de la noche anterior. Luego volvió la vista al horizonte que se encontraba a su espalda. Allá, lejos, por la huella vieja volvía, en fila, toda la peonada.




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