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SILENCIO

Un viaje por un camino interminable se convierte en una experiencia inquietante y surrealista. Entre paisajes indefinidos y preguntas sin respuesta, la atmósfera se torna cada vez más opresiva, desafiando la percepción de la realidad y los límites de la razón. Una historia cargada de tensión que explora el misterio y la incertidumbre en su forma más pura.


Escribe: Morgan Lewin

Arte: Adriel Olaia

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Llevaba tanto tiempo conduciendo que ya no sabía.

No sabía si el camino por el que conducía, the beaten track, viejo y apaleado por un mundo poco o casi nada justo, era ruta o autopista o calle o callejón o huella o vereda.

No sabía si el vehículo que conducía, que rugía como una bestia mitológica, que murmuraba como una vieja cuchicheando con la vecina a la siesta, era automóvil o camioneta o motocicleta o bicicleta o quizás carruaje.

No sabía si los monolíticos pilares que corrían al costado del camino, como reliquias antediluvianas de un pasado idealizado, eran postes de tendido eléctrico o palos de telégrafo o tal vez torres o inclusive atalayas.

No sabía si la vegetación que crecía a la vera del camino, lustrosa y potente, pero aparentemente insignificante, eran jarillas o cardones, romeros o quebrachos, o tal vez secuoyas o inclusive baobabs.

No sabía si venía de Buenos Aires o de Ushuaia, de Mendoza o de Misiones, o tal vez de Roma, porque todos los caminos conducen a Roma.

No sabía si iba a Jujuy o a Río Negro, a La Pampa o a Córdoba, o tal vez a Roma, porque todos los caminos conducen a Roma.

Pero lo que menos sabía era por qué conducía por esa vereda un carruaje mientras observaba una hilera interminable de atalayas y altos baobabs a ambos costados, dirigiéndose desde Roma, hacia Roma.

Ensimismado como estaba en su abstracción, continuó conduciendo por el camino más largo del universo, mientras las horas pasaban y el carro de Helios surcaba el cielo de verano con prisa, dejando una estela llameante a su paso, y tanto calor que el pavimento del camino parecía derretirse, y daba a pensar que era Faetón quien conducía el carro, navegando la bóveda celeste con destino a su lúgubre y flamante final.

De pronto un sonido agudo y estridente lo sacó de sus cavilaciones. Volvió al mundo de lo real y lo concreto y notó que el sonido provenía del panel de instrumentos del vehículo. Una insistente luz de alarma roja le indicaba que se estaba agotando el combustible. Como no sabía adónde iba ni de dónde venía ni dónde estaba decidió continuar conduciendo. Al cabo, vio un cartel que anunciaba la proximidad de una zona urbana y la presencia de un centro de abastecimiento de combustible en la misma, y decidió que no tenía más opción que detenerse allí. O tal vez tenía otra opción, pero continuar conduciendo por el camino más largo del universo desde Roma hacia Roma ya era más que una misión, era una obsesión que había clavado sus garras intrusivas en su mente. Entonces, eligió detenerse en el pueblo que ya amenazaba con materializarse frente a sus ojos, allá después de la curva.

Condujo por un período de tiempo que podía haber sido media hora, diez horas, cuarenta siglos o un eón. No lo sabía.

Finalmente la curva terminó, y el pequeño pueblo apareció entero frente a sus ojos. Tomó el desvío y entró por una angosta calle de asfalto. No sabía la ubicación del centro de abastecimiento de combustible, pero el pueblo era tan pequeño que consideró recorrerlo hasta encontrarlo. Estaba ya completamente consciente, con todos sus sentidos en alerta. Condujo su automóvil unas cuadras y no encontró ni lo que buscaba, ni nada más. El lugar estaba desierto. Pero no desierto en el sentido figurado de la palabra, en que se considera que un lugar está desierto si hay pocas personas transitando y un moderado silencio. Este pueblo estaba enteramente despojado de vida. No había un alma en las aceras, ni una ventana con la persiana abierta, ni un vehículo estacionado en el cordón de la calle, ni un perro ladrándole a la nada misma. Más que silencio, reinaba una ausencia absoluta de sonido, como si el aire de toda esa población hubiese sido presurizado y contenido en una caja de vidrio de Murano.

Finalmente encontró lo que buscaba, una estación de servicio. Estacionó el automóvil junto a uno de los surtidores y aguardó a ser atendido. Esperó unos minutos, y al notar que nadie se acercaba, decidió dirigirse a la tienda de la estación.

Desde el instante en que apoyó la suela de su zapato en el suelo de ese lugar supo finalmente algo entre tanta incertidumbre y ausencia de saber. Supo que sentía algo. Y supo que lo que sentía era terror. Puro, primitivo, instintivo y dominante terror. Incomprensible e irracional. Caminó con paso rápido y corto hacia la tienda, mirando hacia atrás con nerviosismo, como temiendo que su automóvil desapareciera sin dejar rastros, como parecían haberlo hecho los pobladores del lugar.

La puerta de la tienda estaba abierta. Las luces iluminaban la estancia pese a ser tan solo pasado el mediodía. Un televisor arcaico que se balanceaba peligrosamente en un soporte en el vértice de la pared estaba encendido, sin emitir más imagen que la de la estática gris, y para variar, sin sonido. Una taza blanca apoyada sobre el mostrador. Se acercó, mirando la taza. Contenía café negro. La tocó y sintió que estaba tibia. Salió de la tienda y le dio la vuelta al pequeño edificio dirigiéndose a los baños. Ambos estaban abiertos, y tan desolados como la tienda y las calles. A su alrededor solo existía el silencio arrollador, denso y ponzoñoso como el mercurio. Consternado, retornó con rapidez a su automóvil, subió y lo encendió. Vio que el tanque todavía tenía suficiente combustible como para conducir un trecho más, tal vez fuera suficiente, (suficiente para qué) (pues para huir) (huir de qué) (del terror). Comenzó a buscar la salida a la ruta pero parecía haberse extraviado dentro de ese pequeño pueblo. (cómo) (no sé, imposible saberlo) (imposible extraviarse en un pueblo tan pequeño). Bajó ambas ventanillas para poder oír los sonidos de la ruta, pero lo único que oía era el sonido del motor del automóvil, y hasta ese sonido se encontraba atenuado, sordo, como si proviniera de otro lugar, de otro tiempo. Fuera no se oía nada. Ni risas ni llantos. Ni murmullos ni gritos. Ni perros ni gatos. Ni música ni radio. Solo se oía el silencio.

Comenzó a desesperarse, paseando nerviosamente los ojos por el limitado horizonte, intentando hallar la salida. Empezó a errar por las calles, cuidándose de no aumentar la velocidad para no agotar el combustible. Y en un extraño instante, sintió frío. Un frío desgarrador que recorría su espina y le enfriaba hasta el cabello. El verano parecía haber desaparecido, y la luz del sol parecía haber sido opacada por nubarrones invisibles. Detuvo el vehículo y comenzó a observar en todas las direcciones en busca de la causa del repentino frío. Esperaba encontrar una horda de muertos vivos dirigiéndose al ataque, o un demonio refulgente volando rasante hacia él, o tal vez una manada de lobos árticos gigantes listos para devorarlo. Todos los monstruos y quimeras que cien mil años de cultura humana habían producido. No obstante, no vio nada. Absolutamente nada. A su alrededor solo había casas con sus puertas y persianas cerradas, árboles cuyas hojas no se movían, y silencio. El mismo insípido, perturbador, horriblemente pacífico silencio que lo venía acompañando desde la entrada del pueblo.

Y entonces supo algo más. Supo que tenía que salir de allí. Su instinto de supervivencia tomó el control, arrancó el motor y aceleró hasta que los engranajes rugieron, cambiando de marchas con desesperación y manos transpiradas. Encontró la angosta calle por la que había entrado y se dirigió velozmente hacia la ruta. Tomó el desvío a punto de volcarse de lado y aceleró hasta que no pudo ver más ese condenado pueblo en el espejo retrovisor. Mientras conducía comenzó a preguntarse qué había sido eso, qué había pasado, qué les había sucedido a los habitantes de ese pueblo. No recordaba el nombre del pueblo, no recordaba los nombres de las calles, el color de las casas o qué árboles adornaban las veredas. Solo recordaba el pánico, el profundo terror, y el silencio.

Continuó conduciendo. No sabía qué había sucedido allí. No sabía cómo podía haber pasado eso en esa ruta. No sabía cuánto iba a durar el combustible de su automóvil. Ya no sabía si ese camino era una ruta. Ya no sabía si ese vehículo era un automóvil. Ya no sabía de dónde venía ni adónde iba. Ya no sabía qué había al costado del camino. Ya no sabía.

De pronto un sonido agudo y estridente lo sacó de sus cavilaciones. Volvió al mundo de lo real y lo concreto y notó que el sonido provenía del panel de instrumentos del vehículo. Una luz de alarma roja le indicaba que se estaba agotando el combustible. Como no sabía adónde iba ni de dónde venía ni dónde estaba decidió continuar conduciendo. Al cabo vio un cartel que anunciaba la proximidad de una zona urbana y la presencia de un centro de abastecimiento de combustible en la misma, y pensó que no tenía más opción que detenerse allí. O tal vez tenía otra opción, pero continuar conduciendo por el camino más largo del universo desde Roma hacia Roma ya era más que una misión, era una obsesión que había clavado sus garras intrusivas en su mente. Entonces, decidió detenerse en el pueblo que ya comenzaba a materializarse frente a sus ojos, después de la curva.


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